lunes, 11 de febrero de 2008

El Poder en Michel Foucault y Hanna Arendt: cruces y diferencias.

Desde la concepción weberiana que vincula, irremediablemente, al poder y la violencia a las concebidas durante el Siglo XX relacionadas a los post estructuralistas, muchas han sido las consideraciones acerca del origen, esencia y funcionamiento de lo que se ha dado en llamar Poder. Visiones contractualistas, economicistas, historicistas y otras se han entrecruzado para analizar un fenómeno que, difícilmente, pueda ser explicado acabadamente desde una sola visión.

Entre esas visiones que han posado su mirada en un punto determinado se destacan las elaboradas por Hannah Arendt y Michel Foucault, que partiendo desde lugares en donde es posible encontrar similitudes, hacen pie finalmente en costas absolutamente opuestas.
De la visión del poder como una capacidad humana para actuar concertadamente en aras de un colectivo organizado de Arendt al micromundo del poder como una red que nos atraviesa de cabo a rabo de Foucault, hay un océano de diferencia.

Aquí escudriñaremos sucintamente una y otra idea acerca del Poder, a los fines de establecer cruces, relaciones y desentrañar, en una y otra concepción, distintas miradas que pueden ser complementadas para entender más acabadamente este fenómeno tan complejo como inacabable.
Y por último, muy brevemente, intentaremos, desde ambas visiones, revisar el desarrollo de los hechos de diciembre de 2001 en nuestro país y reconocer allí, o no, una y otra teoría del poder en base a interrogantes que permanecerán, por ahora, abiertos.

DESDE DÓNDE PARTEN
Michel Foucault se plantea en su Microfísica del Poder repensar la idea de poder. Hannah Arendt, desde su Crisis de la República , actúa de igual modo. El primero considera que lo existente en la materia es insuficiente y atemporal. La segunda, que está profundamente equivocado en términos políticos.

El autor que aquí nos interesa identifica dos concepciones para entender el poder y encuentra en ellas, pese a sus orígenes contrapuestos, una similitud: entre la idea jurídica y liberal de los filósofos del Siglo XVIII del poder como un derecho emanado de un contrato y la vinculada a la concepción marxista que entiende al fenómeno como sostenedor de las relaciones de dominación, hay una conexión entre ambas: lo llama el ‘economicismo’ en la teoría del poder.
En los primeros, el poder para mantener un contrato que permita la circulación de bienes. En los segundos, el poder para soportar las relaciones de producción –ergo, las de dominación-. Para Foucault, el poder encontraría, por tanto, en la economía su razón política e histórica de existencia. Es decir, “el poder político tiene en la economía su razón de ser” .

Tratando de liberarse de los análisis economicistas del poder, Foucalt entiende que fuera de éste, hay dos hipótesis compactas: poder –o bien, mecanismos del poder- como represión o bien poder como enfrentamiento. Así vuelve a contraponer dos grandes sistema de análisis del poder: el viejo sistema ya mencionado del poder como derecho originario que se cede -que se arriesgaría a utilizar la opresión sólo cuando se sobrepase a sí mismo- y el otro, que busca analizar el poder según el esquema guerra-represión, constituyendo la represión – a diferencia de la opresión, que es un abuso en el contrato- una continuación de la relación de dominación.

Para nuestro autor, estas dos nociones (contrato-opresión con el derecho como límite y guerra-represión como continuación de la dominación) son insuficientes. Desde aquí, el autor pretenderá un análisis del poder en donde todos seamos, potencialmente, sujetos de poder. Y admite que para ello hay muy poco. Desde ese poco partirá hacia la microfísica del poder

En tanto, Arendt admitirá, más directamente, que los intelectuales que han estudiado, investigado y definido al poder, “de izquierda a derecha” , consideran que la violencia es la más flagrante manifestación del poder.
“Toda la política es una lucha por el poder; el último género de poder es la violencia” cita Arendt a Wright Mills y luego a Voltaire: “El poder consiste en hacer que otros actúen como yo decida” .

Para Arendt, equiparar el poder político con la organización de la violencia, vale en tanto uno acepte la idea marxista del Estado como instrumento de dominación. Y está claro que Weber –y tantos otros que han vinculado poder y violencia- está en las antípodas de aquél. Dice la autora que si la esencia del poder es la eficacia del mando, “entonces no hay poder más grande que el que emana del cañón de un arma”

Ante tal panorama de índole teórico adverso para su concepción del poder, Arendt se propondrá estudiar “a quienes no creen que el cuerpo político, sus leyes e instituciones sean simplemente estructuras coactivas, manifestaciones secundarias de fuerzas subyacentes” . Y en la esencia de este reacomodo parte de un hecho teórico conceptual que se autopropone: separar la presumible unión inextricable que se ha hecho siempre, desde el vocabulario y análisis político, de poder y violencia. Uno y otro concepto, en Arendt, no son sinónimos. Aún más: son contrapuestos. A demostrar eso está dispuesta.

LA MICROFÍSICA DEL PODER
“Si el poder no fuera más que prohibiciones, si no hiciera otra cosa que decir no, ¿se le obedecería? ” se pegunta Michel Foucault y con su respuesta implícita busca un claro objetivo: dejar a un costado la concepción jurídica del poder –la ley que dice no como única explicación- y los efectos represivos de éste –que suponen “una cuestión negativa, estrecha, esquelética del poder”-. Frente a esto, propone su idea matriz: el poder es una red productiva que atraviesa la sociedad, que produce cosas, que induce placer, que forma saber y produce discursos.

El problema para Foucault está en evitar la cuestión del soberano –y con ella, la teoría que la sustenta- y de la obediencia de los individuos y en hacer ver, en lugar de la obediencia, el problema de la dominación y del sometimiento. Se trata, dirá, “de tomar al poder allí donde se vuelve capilar, de asirlo en sus formas e instituciones más regionales, más locales (…) asir siempre al poder en los límites menos jurídicos de su ejercicio” .

Asir el poder, sin más, en la microfísica de la sociedad y analizarlo en los niveles más bajos como algo que circula en cadena, como algo que no está en manos de nadie, sino que se ejercita a través de una organización reticular en donde cada hombre y mujer son, a su vez, sujetos de poder –“efecto de poder”, dirá el autor- y elementos de conexión de esa retícula.
Esta tesis supone, claro, un análisis ascendente del poder, que arranca de los mecanismos “infinitesimales”, para ver luego cómo estos mecanismos se hallan extendidos por mecanismos más generales y por formas de dominación global.

A modo de ejemplificar, Foucault propone dos casos concretos estudiados por él anteriormente: la locura y la represión de la sexualidad infantil. En el caso de la primera, la burguesía como clase dominante encierra los locos porque los locos son inútiles para la producción. Igual la represión de la sexualidad infantil: “El cuerpo es fuerza productiva, por lo tanto se vedaron todas las formas de dispendio” .
He aquí la microfísica del poder –en este caso y en esta sociedad, el poder instaurado por la clase dominante-: Los instrumentos de exclusión, los aparatos de vigilancia, las medicalización de la sexualidad, de la locura, de la delincuencia. Todas temáticas que interesan a la burguesía no como problemáticas en sí, sino como ámbitos donde el poder controla –circulando entre los sujetos, construyendo saberes, conocimientos, métodos de observación y técnicas y otros aparatos sutiles- para evitar digresiones.

Para Foucault, este nuevo tipo de poder es una de los grandes inventos de la sociedad burguesa, fundamental para el capitalismo industrial y de su tipo de sociedad: el poder disciplinario. Para explicar de modo sucinto esto, el autor retrotrae la Teoría de la Soberanía, aquella en la que el poder se ejercía descendentemente, en términos de soberano-súbdito. Pero esta idea quedó secundada a partir de los siglos XVII / XVIII con esta nueva mecánica de poder, que se apoya sobre los cuerpos y sobre lo que estos hacen sobre la tierra y sus productos y “que permite extraer de los cuerpos tiempo y trabajo más que bienes y riqueza” . Este tipo de poder -que es el que Foucault viene desarrollando- ya no se posa sobre un soberano y desciende desde allá hacia sus súbditos, sino que se ejerce a través de la vigilancia, vía una “cuadriculación compacta de coacciones materiales” que se forma a través de la red que trama toda la sociedad, con cada hombre y mujer como elementos de unión de esa red.

Así, contrapuestos el nuevo poder y la Teoría de la Soberanía como el reino del Derecho, ésta última sobrevive, para Foucault, “porque es un instrumento contra lo que podía obstaculizar el desarrollo de la nueva sociedad disciplinaria”. A la disciplina, el poder en la sociedad burguesa, para el autor, sobrepone “un sistema de derecho que oculta los procedimientos –aquellos mecanismos sutiles de dominación- y garantiza el ejercicio de derechos soberanos” .
Y así juega el ejercicio del poder: entre un derecho de soberanía emanado de la Ley -contrato sobre el que se construyó el mundo moderno- y una mecánica de la disciplina emanada de las normas impuestas por ese poder, normas extrañas a la Ley legitimadas mediante discursos creadores de aparatos de saber.

Para el autor de La Microfísica…, la disciplina coactiva impuesta vía la normalización y el sistema jurídico, impuesto mediante la Ley, van a chocar cada vez más por su incompatibilidad innata. Y para evitar mayores estruendos, entiende que se precisa un discurso arbitrador. “Nos encontramos en una especia de callejón sin salida: no es recurriendo a la soberanía en contra de las disciplinas como se podrán limitar los efectos del poder disciplinario, porque soberanía y disciplina, derecho de soberanía y mecanismos disciplinarios son las dos caras constitutivas de los mecanismos generales del poder en nuestra sociedad” señala. Y agrega que para luchar contra el poder disciplinario, hay que ir hacia “un nuevo derecho que sería interdisciplinario al mismo tiempo que liberado del principio de la soberanía”.

EL PODER COMO CONCERTACIÓN
Hemos vistos al comienzo que la crítica inicial de Hanna Arendt encuentra similitudes al diagnóstico sobre el análisis preliminar del poder en Foucault. Pero la autora, más adelante, toma su propio camino y no se centra en el micromundo sino más bien en una analogía que, para ella, es preciso desmitificar: la relación de unidad entre poder y violencia.
Para Arendt, “es una triste reflexión que la ciencia política” no distinga entre poder y violencia, ya que “emplearlas como sinónimos indica cierta sordera a los significados lingüísticos, y también ceguera frente a la realidad. Se emplean como sinónimos porque siempre se ha considerado que la más crucial cuestión política es saber quién manda a quien” . Esto buscará desterrar la autora.

Para Arendt, esta concepción que vincula irremediablemente poder y violencia “deriva de la antigua noción del poder absoluto que acompañó la aparición de los estados nación soberanos en Europa (…) y coinciden también con los términos empleados en la antigua Grecia para definir las formas de gobierno como el dominio del hombre sobre el hombre” . Y hoy, a su vez, también es utilizado para explicar el actual “dominio de Nadie, el más tiránico de todos” los sistema de poder, materializado a través de la burocracia. Y le suma Arendt a esto el imperio de la Ley y la tradición hebreo cristiana “en donde la simple relación del mando y la obediencia bastaba para identificar la esencia de la ley” .

Frente a este diagnóstico, presenta una antinomia: La Constitución como ‘isonomía’ en Atenas o la ‘civitas’ como forma de gobierno en Roma. En ambos casos, las nociones de poder y ley no se basaban en la relación mando-obediencia. E igual concepción adoptan, para Arendt, los revolucionarios del Siglo XVIII al constituir la República: aquí el dominio de la Ley se basaba en el poder del pueblo. Claro, un dominio de la Ley que el mismo pueblo había consentido.
Es a partir de este ejemplo histórico que la autora buscara darle una cariz práctico teórico a su postura indisoluble: la absoluta contraposición entre poder y violencia, ya que “es el apoyo del pueblo el que presta poder a las instituciones de un país y ese apoyo no es nada más que la prolongación del consentimiento que determinó la existencia de las leyes” sentencia Arendt.

Bajo un gobierno representativo, explica, el pueblo domina a quienes gobiernan. Y todas las instituciones políticas que representan manifestaciones y materializaciones de poder “se petrifican y decaen tan pronto como el poder del pueblo deja de apoyarlas” .
Así, puede derivarse la idea de que el poder de un gobierno dado depende del número; “se halla en proporción con el número de los que con él están asociados y la tiranía, como descubrió Montesquiu, es la más violenta y menos poderosa de las formas de gobierno” . Esto, claro está, por directa proporción al número de ciudadanos que consiente tal sistema de gobierno.

Arendt profundiza esta diferencia: La mayor distinción entre poder y violencia está dado en el número: el poder siempre precisa el número, mientras que la violencia puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos. Sin más, la violencia es puramente instrumental: “La extrema forma de poder –explica- es la de Todos contra Uno, la extrema forma de violencia es la de Uno contra Todos. Y esta última nunca es posible sin instrumentos”

En concreto, Arendt define al poder como la “capacidad humana para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo, pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. Cuando alguien está en el poder, en realidad tiene el poder de cierto número de personas para actuar en su nombre. Cuando el grupo desaparece, desaparece su poder” .
El gran error para la autora es, claramente, concebir al poder en términos de mando y obediencia e “igualar así poder con violencia” . El poder, para Arendt, corresponde a la esencia de todos los gobiernos –en tanto representativos-. Y la violencia puede destruir al poder: “Del cañón de un arma brotan siempre las órdenes más eficaces” señala. Órdenes que a su vez establecen una relación de mando y obediencia. En contraposición, de un cañón “nunca podrá brotar” poder, ya que la dominación a través de la violencia “entra en juego allí donde se está perdiendo el poder” : a más violencia, menos poder. O bien: donde uno domina absolutamente, falta el otro y así indirectamente proporcional. “La violencia –dice la autora- aparece donde el poder está en peligro” .

Y establece un paralelo para entender la esencia del tema que nos convoca: El fin de la guerra es la paz. ¿Y el fin de la paz?, se pregunta. “La paz es un absoluto”: es decir, no tiene fin. Y el poder pertenece a la misma categoría: es un absoluto, “es un fin en sí mismo” . Por lo tanto, lejos de constituir los medios para un fin, el poder es la verdadera condición que permite a un grupo de personas actuar y pensar en términos de categorías medios-fin. Y el gobierno representativo y enmarcado en lo que expresa la voluntad de la mayoría es, clara y esencialmente, poder organizado e institucionalizado que se logra sólo con el poder que emana de un grupo social.

DOS VISIONES PARA UN CASO
Las situaciones de crisis son quizás el tubo de análisis más claro al momento de buscar en la realidad propia aquello que enuncia la teoría que se ha posado sobre otras realidades particulares para construirse. En tal sentido, tomaremos muy brevemente la acotada rebelión sucedida en los días 19 y 20 de diciembre de 2001 en Buenos Aires y algunos otros pocos reductos urbanos de Argentina. A partir de este hecho, contrastaremos ambos marcos de análisis para abrir interrogantes sobre lo sucedido con el poder durante las fatídicas jornadas de aquel año.

Interpretamos, desde las herramientas teóricas propuestas por Foucault, lo sucedido entonces:
En la implosión Argentina de diciembre de 2001 entraron en contradicción las dos caras de la misma moneda: el poder disciplinario y la teoría de la soberanía. El poder disciplinario que hace del cuerpo un engranaje de la producción en un país en donde no había producción y los cuerpos, más que generar bienes y riquezas, eran materias inertes que dilapidaban sus capacidades productivas. Y la teoría de la soberanía, que señala una dominación vía los representantes del pueblo que ya no representaban al pueblo, hecho de que debía realizarse mediante una Ley o Contrato que no se cumplía en ninguno de los estamentos de la sociedad.

Ahora, tras el quiebre y la vuelta a la normalidad en pocos meses, podría argüirse: El discurso arbitrador y normalizador –discursos creadores de aparatos de saber, diría Foucault- de la necesidad de salvaguardar las instituciones –las mismas instituciones nacidas de relaciones de fuerza que habían generado este tipo de sociedad que ahora entraba en crisis- logro reencausar las cosas hacia una normalización disciplinaria. Normalización dada vía coacciones que circularon a nivel individual en los sujetos (mediante límites autoimpuestos vinculados a la Ley o a las normas establecidas disciplinarmente) o a través de discursos legítimadores y normalizadores de aquella Ley y aquellas normas que había entrado en crisis, desde los medios y otras instituciones creadas por la misma sociedad de dominación

Terminaba diciendo Foucault en su apartado que para luchar contra las disciplinas que impone la sociedad disciplinaria que encarna la burguesía, hay que ir hacia un nuevo derecho interdisciplinario, liberado del principio de la soberanía, ya que éste último forma parte de la mecánica disciplinar del poder, su resguardo legal.
Ahora, ¿fue la inexistencia de este derecho interdisciplinario lo que hizo tirar por la borda la incipiente rebelión argentina de diciembre de 2001? –esto, siempre y cuando se considere que el país ha vuelto a su somnolencia habitual- ¿Se pusieron en discusión realmente estas dos caras de la misma moneda?

Distinto es el panorama si el marco de análisis pasa a ser el propuesto por Arendt y su concepción del poder emanado directamente desde los grupos sociales.
En ese caso el análisis se vuelve, claro, más optimista debido a que, de algún modo se evidenció la importancia del sujeto social como colectivo que conlleva lo que conocemos como pueblo.
Tras una serie de medidas y hechos generados desde el poder oficial –que no vale la pena reproducir aquí, pero que habían abarcado los últimos 25 años de la historia de nuestro país-, el pueblo comenzó a restarle poder al gobierno de entonces, cada vez más impopular.

En tanto, el gobierno, con su poder cada vez más retaceado, acudió a medidas cada más violentas –ergo, instrumentales- vinculadas a las libertades económicas, sociales y políticas logradas a través de la Ley mediante la cual la sociedad se había organizado y consentido. Concretamente, la confiscación de los depósitos y la declaración, por parte del Ejecutivo, del Estado de Sitio fueron golpes en donde se puso en evidencia que la falta del poder que otorga el pueblo a sus representantes derivó en una creciente uso de la violencia legítima, no sólo desde el aspecto físico represivo, sino también sobre los derechos que el imperio de la Ley otorga a los ciudadanos.

Tras esta inversión de lo factores en el Gobierno –más violencia, menos poder-, quienes son los poseedores legítimos del poder y que, a través del consentimiento sobre la Ley mayor, han otorgado esa facultad en un grupo de hombres y mujeres, reclamaron para sí la devolución de esta capacidad social para actuar concertadamente. Y con esta auto restitución dejaron al Gobierno de entonces sin más posibilidad que dos salidas: la violencia extrema –al no contar ya ni con una mínima cuota de poder- o la salida.
La rebelión argentina de diciembre de 2001 logró la salida de quienes ocupaban el gobierno –en forma legal, pero ilegítimamente- y tras algunos devaneos y reacomodos, otorgó su poder a un nuevo gobierno que materializó políticamente la voluntad social expresada en las jornadas de crisis –esto, siempre y cuando se crea que la gestión iniciada en el año 2003 haya concretado algunos, o varios, de los reclamos que más aunaron a los argentinos en los años 2001 y 2002-.

Pasada aquella etapa, el marco teórico de Arendt podría aún utilizarse para explicar los resabios o pequeños grupos organizados de ciudadanos que aún hoy existen ante problemas puntuales estructurales que no han sido modificados –todavía es posible encontrar asambleas o vecinos autoconvocados que desde hace 6 años vienen reclamando sobre distintas problemáticas-. O bien, la aparición esporádica y circunstancial de grupos sociales en reclamo de problemas coyunturales que antes eran pasados por alto por quienes los padecían. Es decir, si bien el poder ha sido emanado desde el pueblo hacia el nuevo gobierno, la conciencia de su utilización y posesión –como, sencillamente, capacidad para actuar concertadamente- aún estaría latente en cada manifestación y reclamo popular.

Así, desde una y otra visión es posible interpretar, con resultados opuestos, dos formas de entender el poder que, enfrentadas en argumentos interpretativos, pueden complementarse para llegar a un puerto más acabado sobre la realidad político social.

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