martes, 14 de agosto de 2007

La agenda en Córdoba, cuestión de dos

Mientras que en el mundo de la libre oferta y demanda diferentes actores económicos juegan y se disputan la construcción de la realidad, Córdoba marca un precedente poco común: la construcción de la realidad mediante la instalación de la agenda pública es sólo tarea del mismo bolsillo y sus dos medios.

Es sabido que la llamada ‘agenda periodística’ es aquella que el sistema de medios de una sociedad dada planifica y ejecuta sobre la base de unos criterios editoriales que la configuran y la definen como “el conjunto de los temas noticiosos, enfoques y tratamientos que se incluyen en el espacio o tiempo de que disponen los medios para cumplir con su función” tal la definición utilizada por McCombs y Shaw en ‘The agenda-setting functions of the mass media’.
Mientras, también es de conocimiento acabado para aquellos que tienen como objeto de estudio a los medios de comunicación, como así también en aquellos que trabajan en estos, que la ‘competencia’ periodística en una zona determinada –más allá de cuestiones comerciales, pero apuntadas a éstas- está dada por la presencia de los medios en la sociedad. Y esta presencia, se evidencia, claro está, en la instalación de aquellos temas que por diferentes circunstancias y conveniencias –periodísticas, políticas y/o económicas- el medio ha difundido con mayor o menor importancia.

De este modo, cuando un tema gana, como suele decirse, la calle y es la sociedad la que prosigue con el desarrollo del tema propuesto, el medio ha logrado su fin último en la naturaleza de las empresas de comunicación: haberse convertido en espacio de consulta, autoridad y de formación pública de la sociedad en la cual se desenvuelve. En síntesis, ha logrado instalar agenda a partir de sus definiciones políticas, económicas, culturales y sociales, las cuales determinan la importancia o no de un tema particular.

Ahora bien, dice Ignacio Ramonet en ‘Comunicación contra información’ que en la lucha por la imposición de la agenda periodística como agenda pública, “numerosas cabeceras de la prensa escrita continúan adoptando, por mimetismo televisual, por endogamia catódica, las características propias del medio audiovisual” y enumera las características que definen al medio en cuestión y que para Ramonet, han ganado la batalla tecnológica y periodística: “La primera concebida como pantalla, la reducción del tamaño de los artículos, la personalización excesiva de los periodistas, la prioridad otorgada al sensacionalismo y la práctica sistemática de la amnesia en relación con las informaciones que hayan perdido actualidad” . Por fin, concluye afirmando que, en esa lucha, los medios tradicionales “compiten con el audiovisual en materia de marketing y desprecian la lucha de ideas”.

Si bien, en principio, lo expresado por Ramonet sería indiscutible dado el avasallamiento del sistema audiovisual por sobre los otros medios conocidos, presentaremos una digresión a lo señalado por el periodista francés en relación a los criterios actuales asignados en el mundo para la imposición de la agenda. Y nuestra digresión frente a la cuasi verdad revelada precedente tiene como objeto principal demostrar que en la ciudad de Córdoba, la imposición de la agenda no pasa por una tecnología en particular, sino por un motivo que excede lo tecnológico.

Se ha dicho infinidad de veces que el capitalismo, y su modo de desarrollo actual, el Libre Mercado, funciona de manera tal que la competencia –más el agregado de su adjetivo calificativo predilecto: ‘sana’- es la que regula las relaciones económicas en el seno de una sociedad desarrollada. No obstante y retrotrayéndonos a la suma de las siguientes variables:

Sistema de Libre Mercado,
Preeminencia de los medios audiovisuales
Competencia entre diferentes medios
Imposición de la agenda pública por parte de los medios audiovisuales

Podríamos caer en la cuenta que esta teoría, ampliamente desarrollada y hoy casi innegable, encontraría su excepción en la ciudad de Córdoba. Esta hipótesis –que precisa de mayor definición y desarrollo de la que se le pudiera dar acá- se verifica en el siguiente hecho: quien tiene el poder de instalar la agenda periodística en Córdoba no es un medio o tecnología determinada, sino el grupo económico que controla los dos medios más influyentes de la ciudad: el diario de mayor tirada y antigüedad –y en términos reales, el único con peso real en el negocio editorial- y el canal televisivo de mayor audiencia.

Si bien es cierto que la concentración de capitales, sobre todo en lo que concierne al negocio de la comunicación y el periodismo, se ha dado en todo el planeta y más específicamente en Argentina –por la reforma del código legal que regula el funcionamiento de las empresas periodísticas-, también es cierto que en el resto de las zonas geográficas desarrolladas la lógica económica citada ha permitido la participación de más de un sujeto económico en el juego del Libre Mercado.
Así también, se podría objetar la existencia de otros medios gráficos y audiovisuales existentes en Córdoba, lo cual es innegable. Mas, la sola existencia de otros medios no garantiza per se la posibilidad de la libre competencia en la instalación y puesta en juego de ideas que hacen a la vida social, política, cultural y económica de una sociedad determinada.

Para tal comprobación, proponemos desde aquí un ejemplo:
Tras la devaluación sufrida en nuestro país en el año 2002, Córdoba conoció el surgimiento de una aceptable cantidad de medios gráficos, en su mayoría revistas de análisis político y cultural de relativo alcance: La Intemperie, La Orilla –de la cual quien escribe fue fundador y Director Periodístico-, Culturas –publicación nacida en el seno del Museo de Antropología de la UNC-, Contramano y otras de menor regularidad.
Todas estas publicaciones -de las que hoy sólo sobrevive, a duras penas, La Intemperie- compartieron no sólo públicos objetivos, ideas afines en lo político y lo cultural y cierta esencia periodística en lo discursivo, sino también el mismo impedimento: no sólo la imposibilidad de crecer económicamente –factor al cual se le podrían objetar falencias propias- sino también la trabazón real de poder instalar temas de debate en la agenda pública.

Esto último traía aparejados dos graves problemas para cualquier emprendimiento periodístico genuino: por un lado, no se lograba instalar en la sociedad la temática presentada, la cual era concebida, por cada publicación, como ejes y problemas que la sociedad cordobesa no sólo debía conocer (por valor testimonial, documental y/o denunciativo), sino también discutir. Por otro, la ausencia de las temáticas presentadas en la agenda pública traía consigo la disminución de las posibilidades económicas, dadas las bajas a nivel de ventas de ejemplares y por consiguiente, de espacios publicitarios.

A través de la experiencia personal y de las compartidas por colegas, a la hora de buscar explicaciones en estos inconvenientes, un lugar común se fue instalando en los debates que se daban en el seno de la ciudad de Córdoba. Y ese lugar común -como tal, necesario de ser superado-, supuesto indicio del problema que incidía en el bajo crecimiento de las revistas nombradas, no tenía que ver con la influencia de los medios audiovisuales y menos con el crecimiento tecnológico de algunos sectores vinculados al negocios de los medios masivos, sino con la concentración del discurso periodístico hegemónico en dos medios del mismo grupo comercial.
Esta concentración, a su vez, generaba un doble efecto adverso: por la lógica económica de la competencia, ambos medios fueron absolutamente reacios a cualquier difusión de las nombradas publicaciones. Esto, aún cuando ninguna era competencia real y directa y más allá de si los hechos presentados en estas publicaciones eran noticiables o no. Mientras, la no existencia en las páginas e imágenes del discurso periodístico hegemónico de las temáticas presentadas por fuera de este discurso, hacía que las temáticas, directamente, no fueran parte en la agenda pública. Es decir, eliminándolas de la agenda periodística es como se las eliminó de la posibilidad de ser asunto de discusión y cuestionamiento por parte de ciertos sectores de la segunda ciudad del país.

Yendo al inicio de todo esto, comenzábamos recordando la esencia y naturaleza de la agenda periodística, planificada y ejecutada en función de los temas noticiables que los medios buscan instalar. De modo que es la agenda la que, en términos de construcción simbólica, define lo que es la ‘realidad’. Después, Ignacio Ramonet argüía que ésta se lograba imponer, tanto en su temática como en su técnica metodológica, a través del reinado de los medios audiovisuales.

La hipótesis propuesta aquí, en términos pocos acabados, pretende comprobar que más allá de la imposición de la técnica, las nuevas tecnologías y de los recursos de la mercadotecnia puestas en juego, la concentración del sistema de medios en pocas manos –en el caso de Córdoba, en una sola- imposibilita no sólo el crecimiento de los medios no pertenecientes a un grupo económico particular sino también da por tierra con la posibilidad de brindarle a la sociedad la pluralidad de discursos y opiniones que emergen de su seno. Y por más que la lógica del sistema económico actual pueda aducir que son ‘las reglas del juego’, el sistema democrático imperante –base de la organización social y por ende superador de las estructuras económicas- exige para su supervivencia y desarrollo, la convivencia de un estado discursivo múltiple que rompa los límites monocordes que impone la concentración económica.

jueves, 2 de agosto de 2007

Una aproximación socio-histórica a la resignificación de lo colectivo y lo individual en los ‘90

INTRODUCCION
Intentaremos, en esta breve exposición, aproximarnos a ciertas marcas simbólicas o huellas de la década del ‘90 que de alguna manera resignificaron la pertenencia individual a la sociedad en el nombrado lapso de tiempo. E incluso, observar cómo éstas conformaron el paradigma socio-cultural que sostuvo el discurso hegemónico de tan característicos años.
Es decir, buscaremos acercarnos a ciertos particularismos que signaron las prácticas individuales y sociales de manera privativa, de modo tal que hoy prosiguen como símbolos del desenvolvimiento individual en una sociedad cada vez más fragmentada.
Los cambios introducidos a nivel global (quiebre del sistema bipolar, constitución de una centralidad de poder único, anulación de las fronteras y los límites físicos y culturales, etc.), sumados estos a la transformación tanto política y económica como cultural que se llevó a cabo desde 1989 en nuestro país y América, enraizaron, de manera alguna, ciertas prácticas sociales que hoy se extienden y que pueden interpretarse como cambios que desde la individualidad conformaron lo social y viceversa.
Diversas condiciones socio culturales (entre las cuales se destacan los cambios a nivel laboral) desembocaron en un sinfín de consecuencias en la sociedad. Un cortoplascismo exacerbado, la privatización y negación de diferentes ámbitos públicos, el intimismo y guetización de la sociedad, la presencia del Mercado y su prácticas por sobre las demás esferas del mundo de la vida, la existencia de un presente omnipresente: todo ello atraviesa de manera tal lo social que produce una resemantización del espacio en donde se desenvuelven las prácticas humanas y, en última instancia, genera la resiginificación de la existencia personal, ahora fundada en cuestiones bien diferenciadas de aquellas que cimentaron los paradigmas socio culturales de décadas pasadas.
Abordaremos, de esta manera, la resemantización de los espacios sociales que desembocan , en última instancia, en la la cotidianeidad como espacio invisible, urgente y único lugar del desarrollo individual, como exclusivo escenario desde donde pensar el presente y desarrollar la existencia, acotada a un aquí y ahora insalvable.


1) Lo cotidiano como único horizonte
Al cúmulo y entretejido de incertidumbres por las que pasó y pasa el mundo entero desde 1990 (nula resistencia antiimperialista reemplazada por diversas facciones fundamentalistas, explosión de nacionalismos frente a los antiguos deseos unificadores de la Europa Oriental, polarización creciente de los extremos económicos, etc.), sumado esto a la fragmentación social y cultural de América Latina, Martín Hopenhayn (1) lo define como el despertar de un dulce sueño o de una posible pesadilla denominada revolución.
Si la revolución fue socialmente imaginada –señala Hopenhayn- como un incendio caliente en que se consumían y revertían las estructuras básicas de la sociedad capitalista-dependiente, ahora nos enfrentamos a las cenizas refrigeradas de la misma idea de revolución.
El autor no sólo re refiere a una cuestión de giro político, estratégico o ideológico. Más bien, abandonar la imagen de una revolución posible, por el contexto de situación antes mencionado, es también una mutación cultural, “una peculiar forma de morir”.
A lo que se refiere Hopenhayn es a una muerte, en primer lugar, por ausencia de acontecimientos. Si la revolución era pensada como el momento en que la historia se rompía mediante una acción consciente y colectiva, hoy, sin ella, nos quedamos sin la emoción del gran acontecimiento.
De igual manera, se produce una muerte por ausencia de redención. La revolución nos redimía a todos de la “alineación capitalista, de los dramas del individualismo burgués y de la viscosa contaminación de la explotación”. Sin revolución no nos queda otra cosa que cargar con ellas.
Por último, esta peculiar forma de morir se da por ausencia de fusión. La imagen de una revolución posible y plena de sentido suponía la plena compenetración de la vida personal con la vida de los pueblos, la comunión entre un proyecto de vida y un proyecto de mundo. Sin revolución, la vida presente pierde la virtualidad de una epopeya.
Así pues, la privatización y negación de todos los ámbitos de carácter colectivo y social fueron suplantados por una política autista de movilización individual. La pobreza de más de la mitad de los habitantes de Latinoamérica condiciona todos los aspectos de sus vidas, incluso las de aquellos que aún no han ingresado en la categoría de indigente. Pues la fragmentación social producida por el deseo ahora de no-pertenecer genera una nueva desarticulación entre los expulsados ‘de por vida’ y entre los que no ansían, en absoluto, estar encuadrados bajo esas características.
De manera tal, la pulverización del colectivo social concluye en la llamada ‘guetización’ (2) de la sociedad, una separación particular que provoca esa “peculiar forma de morir”: morir por la ausencia de expectativas de cambio, por la poco probable posibilidad de salvación colectiva y por inexistente integración individual al tejido social.
Hopenhayn define la actual situación como la de “un domingo pobre”, donde estos diversos factores nos llevan a una cotidianeidad y a una vida vivida al corto plazo que se torna cosa frágil. El neoliberalismo, “que es esencialmente cortoplacista” (3) imprime allí su sello. Y pensar la idea se convierte en una quimera impracticable que envía a cada ser humano al ámbito privado de la cotidianeidad como lugar indiscutible del desarrollo particular.

2) La velocidad y la salvación individual
Señalábamos más arriba que el ámbito privado de la cotidianeidad se presenta entonces como el lugar indiscutible y exclusivo del desarrollo particular, a causa de la fragmentación del colectivo social.
Como indica Pedro Güel (4), en el proceso que llamamos globalización, fin de las ideologías o diferenciación de los mundos de vida, las identidades de las personas, sus sueños, opciones y vínculos se hacen más volátiles y contingentes. Esto significa que cada vez menos los sistemas sociales – entre ellos sobretodo las estrategias de desarrollo y los proyectos políticos – pueden dar por supuesto el compromiso de la subjetividad con ellos por el sólo hecho de la racionalidad de sus argumentos o la abundancia de sus beneficios.
Por tal motivo, la disposición de las personas a participar y a confiar en los escenarios institucionales y estratégicos que les ofrece el desarrollo parece depender cada vez más de una condición muy básica: del grado de seguridad, certidumbre y sentido que las personas obtienen de ellos para sus vidas cotidianas.
Así, la búsqueda del nirvana de las sociedades occidentales, alejadas del progreso y subsumidas en el neoliberalismo, se traduce en esa necesidad de seguridad cotidiana perseguida como un imposible posible. Este escarbar hacia algo que se presenta cercano, en tanto también lo es seguro y personal, desplaza la noción de una emancipación colectiva hacia la salvación particular.
Este alejamiento del control y conformación de lo social por parte de una comunidad, tiene directa correlación con el intimismo exagerado que caracterizó la década del 90’ y nuestro principio de siglo. Intimismo marcado por la interpretación de la realidad como guiada, pura y exclusivamente, por los entornos objetivos que se manejan solos. El sujeto individual no actúa en la conformación del sujeto social, en tanto mecanismos reguladores objetivos suplen esa función por él.
La visión liberal del Mercado como regulador natural de la economía imprime así su visión sobre el diario vivir. En la medida que el Estado se aparta del control de la macroestructura económica, de acuerdo a una de las premisas del neoliberalismo, la sociedad imita su comportamiento, apartándose de las cuestiones que le atañen por ser sujeto protagónico en la conformación del tejido social. Todo este proceso funciona, a la vez, en consonancia con el cortoplacismo, característica tanto de la cotidianeidad como del neoliberalismo.
“Entonces –señala Güel- hay que centrar todos las finalidades, explicaciones y aspiraciones en una interioridad desprovista de vínculos y capacidades colectivas y públicas” (5). Se legitima, de esta manera, una suerte de irresponsabilidad social que excusa a la búsqueda de soluciones intencionales a los problemas colectivos.
No hay culpable objetivo del nulo desarrollo como totalidad, pues la ineptitud y lo inconsistente para y por un progreso colectivo es norma que regula el cotidiano acontecer. Esta acriticidad acerca de la evolución social es aceptada tal como es presentada, desprovista de vínculos internos y externos que realicen una común unión entre el sujeto social y el sujeto individual.

En tanto, la conformación del nuevo paradigma social iniciado en la década del 90’ conlleva en sí mismo una idea que fue base de su desarrollo y expansión en gran parte del planeta: el concepto de velocidad. En la medida que se desvanecen otros, la noción de velocidad asume cada vez mayor importancia.
Por lo tanto, el discurso social que expresa este nuevo paradigma del que hablamos debe verse como una yuxtaposición de campos discursivos con lenguajes fuertemente marcados y con finalidades establecidas y reconocidas (6). Aquí, la idea de velocidad, relativa por cierto pero no por ello de absoluta importancia para la construcción de la vida diaria, funciona a modo de motor energético de las palabras que sostienen la visión hegemónica del discurso.
Ahora, esta velocidad post moderna, definida sólo en términos virtuales, inviste de sentido el discurso al posicionarse ella, y no lo que señala el discurso en sí mismo, como el sujeto protagónico del constructo que supone un discurso social como expresión de la realidad y pasaje del sentido.
De forma tal, una suerte de velocidad virtual y relativa inviste todo cuerpo social: las identidades se entremezclan en una danza mundial de símbolos mutantes y de rápida obsolescencia en las pantallas de televisión. La ideología de turno puede perdurar lo que dura un aviso publicitario (7). En tanto, un aviso publicitario se conforma como el soporte de una ideología de turno.
Por tal motivo y en todos los niveles de vida social, los cambios adquieren un ritmo vertiginoso. No hay identidades que resistan en estado puro más de dos horas ante la fuerza de estímulos que provienen de todos los rincones del planeta. (8)
Así, en la medida que el concepto de velocidad se impone, las distancias se anulan. Según Paul Virilio (9), la velocidad es poder, y la sociedad se reconstituye a partir de este nuevo vector. El que posee la velocidad gobierna con ella.
Estos nuevos ejes modifican la noción del tiempo. “El espacio tiempo del mundo habrá dejado de existir porque habremos perdido la extensión y la duración del mundo por culpa de la velocidad” (10).
Si en la modernidad –señala Nelly Arenas- el tiempo marcaba un desarrollo donde pasado, presente y futuro eran distintos pero encadenados, y en el presente podían leerse los signos de futuro, ahora la distribución entre pasado, presente y futuro se diluye: las experiencias del pasado son cada vez menos útiles y no hay modos confiables de pensar el futuro. Vivimos en un presente que lo soluciona todo, un presente omnipresente (11).
Un presente que no avanza más allá de lo que la cotidianeidad, de acuerdo a su cadencia y orden propio, lo permite. No obstante, ahí está siempre la velocidad que borra los límites y las fronteras para imprimir una virtualidad de avance que ya no existe de otro modo por la imposibilidad de una salvación colectiva.
Pues ahí está la explicación del por qué entablamos esta relación. La velocidad imprime lo que la idea de una organización colectiva articulada bajo lazos solidarios ya no ofrece por inexistente. La velocidad virtual estampa la noción de un vértigo de la cotidianeidad que en realidad no existe. Los pequeños cambios, pequeños pero rápidos, son vividos así como el despegar de una inmovilidad que sigue siendo tal, pero que es percibida como un vuelo. Un vuelo sobre el cuerpo social y discursivo en sí mismo, un vuelo que no despega en absoluto de este cuerpo, pero que por la presteza interpretada de estos cambios, se vive como la única manera de ser cambiantes en un mundo invariable y homogéneo.

3) La resignificación de la existencia
Lo que primero se mencionaba como consecuencia del modelo político económico social y cultural dominante, la atomización, y lo que más tarde se caracterizaba como un nuevo espacio privado de desarrollo, la cotidianeidad, transforma el antiguo lugar del colectivo social en un objeto vacío de sentido. Todo un acontecimiento cultural del cual emanan consecuencias que contribuyen a moldear una cierta cultura del desencanto.
Un desencanto que nos remite a aquella peculiar forma de morir por la ausencia de las expectativas de cambio radical. Ausencias que ayudan a la resignificación de nuevos escenarios por la conjunción del proceso de atomización social y de la cotidianeidad, causa y consecuencia del mismo fenómeno.
Señala Hopenhaym (12) que la conformación de estos nuevos escenarios del desarrollo particular tiene, en primer lugar, la necesidad de resignificar la existencia personal sobre la base de una suma de ‘pequeñas razones’ que nunca suman una ‘razón total’, pero que conjuran, parcial y provisoriamente, la pérdida de ese referente meta histórico llamado ‘revolución’.
“Sustituimos el programa único por una colección de ‘softwares’ que nos ponemos y nos sacamos según la ocasión: el software del crecimiento personal, del pragmatismo político, de la promoción profesional, de las transgresiones morales. A falta de coherencia, reemplazamos el énfasis en lo sustantivo por la complacencia en el estilo. Partes de nosotros adhieren a partes de proyectos colectivos de pequeña escala o de pequeño calibre. La palabra ‘individualista’ nos resulta ahora más musical que la palabra ‘colectivista” (13).
En segundo lugar, pasamos de la utopía al ‘adhoquismo’. La falta de un estado terminal en que todo se concilia con todo nos ha llevado a un ejercicio constante de readecuación, donde las estrategias no son el medio para un fin glorioso, sino el fin en sí mismo. “Si con la imagen de la revolución las acciones podían inscribirse sobre un horizonte claro y distinto, sin esa imagen la visión tiende a conformarse con el corto plazo, el cambio mínimo, la reversión intersticial. La falta de utopías no es sólo la disolución de los sueños, sino también la perpetuación de una vigilia somnolienta y puntillista” (14).
En tercer lugar –sostiene Hopenhayn- hemos renunciado a la voluntad de ruptura. Antes, el imperativo categórico siempre podía encontrarse en un asesinato necesario, fuese real o simbólico: el del burgués, el del capital o del imperialismo. Hoy día jugamos con esas figuras y a lo sumo las burlamos. El verbo romper tenía un encanto irresistible que ahora ya no existe. Incluso la violencia implícita en el verbo podía ser revestida de belleza.

4) Intrascendente minimalismo
El ámbito del desenvolvimiento individual, único ámbito de desarrollo, se refugia a partir de una búsqueda de la seguridad cotidiana. A pesar de lo volátil, contingente, eventual y azaroso, el pequeño espacio privado da la sensación de protección que ya no brindan los extintos lugares públicos.
Así, este reparo en lo cercano y personal se traduce en un intimismo exagerado a partir de le creencia en mecanismos objetivos como reguladores de lo externo e impropio.
Sin embargo, y como el transcurrir del devenir no puede estar ajeno del desarrollo capitalista impuesto por el modelo, se introduce una noción que rompe la barrera de la monotonía. El monólogo de la vida recluida adquiere una fuerza virtual expresada por el discurso social hegemónico, cambiante pero siempre igual, que brinda el sentido que la reclusión no contiene.
Esta redefinición de los límites que obliga la velocidad, nos asienta exclusivamente en el presente omnipresente y genera la re-conformación de nuevos espacios.
Con los físicos públicos ya extinguidos, queda sólo reconfigurar la cotidianeidad veloz desde la cual estamos creciendo. Cómo lograrlo en esta nueva cultura del desencanto: a través de la resemantización del espacio.
Poseyendo pequeñas razones que den sentido al transcurrir, cuestiones de mínimo calibre que relevan, en forma incompleta por cierto, a la idea de un gran cambio unificado. Convirtiendo nuestras estrategias no en medios para alcanzar un fin deseado, sino el fin en sí mismo. Cada paso dado no es un escalón menos para alcanzar el desarrollo final, sino que se constituye en un triunfo que debe ser lisonjeado como lo único posible, al menos por el momento. Más tarde la experiencia comprobará si es posible continuar el camino, pero el corto plazo y el mínimo intersticio son válidos como prueba y pericia.
De esta manera, se reconfigura el nuevo escenario de desenvolvimiento en el que, entre otras cosas, se reproducen, resignifican y receptan los diferentes discursos sociales: pulverización de los grandes proyectos, pérdida de convicción en un progreso homogéneo y de beneficio universal, el refugio en la pequeñas empresas de la vida, el relevo de lo sustantivo por lo procedimental en nuestro orden simbólico, la impotencia para pensar rupturas radicales o iniciativas en grande y una cierta complacencia con lo discontinuo fragmentado en todos los ámbitos de la vida sociocultural.
Lo cotidiano se convierte así en una inmediatez circular que se termina en la vida de cada día y de todos los días. Es el campo de lo inmediato, pero también es el sustrato de repetición que nos prolonga en el tiempo y en el espacio. Allí se desenroscan las esperanzas, los pálpitos y los desencuentros (15).
¿Sano minimalismo? se pregunta Hopenhayn. “Todos tienen sus pequeños proyectos capaces de colmar y justificar el día, la semana, el mes o a lo sumo el año. Los académicos con sus proyectos de investigación, los animadores con sus proyectos de acción, los informales con sus proyectos de desarrollo comunitario. Nada de esto dura demasiado” (16).
Así, el objeto de referencia ineludible para cualquier comparación, la cotidianeidad, hace grande lo que en realidad es pequeño. Pues la vara relativa de medición engrandece hechos, objetos y sucesos que en otras circunstancias pasarían desapercibidos. El corto plazo y el minimalismo se convierten en el horizonte total de la vida diaria, en valores bien vistos para la acción de todos los días.
Signos actuales que las condiciones sociohistóricas de Argentina imprimen sobre la realidad: nuevos espacios reducidos, una menor continuidad, una mayor repetición, una mayor velocidad, un cortoplacismo exacerbado, una cierta complacencia minimalista. Y una desesperada constatación de intrascendencia.


Notas:

1. Martín Hopenhayn. Ni apocalípticos ni integrados (aventuras de la modernidad en América Latina). Fondo de Cultura Económica. Chile, 1994, pag. 18, 19 y 20.
2. Ana Esther Ceceña. La resistencia como espacio de construcción del nuevo mundo. Ediciones ERA. México. 1995, pag. vs.Jesús González Schmall. La Revolución olvidada y sepultada. Universidad Salesiana. Máxico. 1995, pag. 2.
3. Alan García. Neoliberalismo y neofacismo. La Falsa Modernidad. Colombia. 1997, pag. 6, 7 y ss.
4. Güell, Pedro. Jornadas de Desarrollo y Reconstrucción Global. Subjetividad Social y Desarrollo Humano: Desafíos para el nuevo siglo. Barcelona. 1998, pag 23.
5. Güell, Pedro. Ob. cit. pag. 25.
6. Paulinelli, María Elena. Discurso e identidad. Comunicación y cultura en Argentina. Cátedra de Movimientos y Cultura Argentina. Escuela de Ciencias de la Información. UNC. Argentina, 2001, pag. 11.
7. Martín Hopenhayn. Ob. cit. pag 21.
8. Nelly Arenas. Revista Nueva Sociedad. Globalización e identidad en América. Latina. Cátedra de Movimientos y Cultura Argentina. Escuela de Ciencias de la Información. UNC. Argentina, 2001, pag. 122.
9. Paul Virilio cito en Nelly Arenas. Ob. cit. pag. 128
10. Paul Virilio cito en Nelly Arenas. Ob. cit. pag. 128.Ana Esther Ceceña. Ob. cit. pag. vs.
11. Nelly Arenas. Ob. cit. pag. 123.
12. Martín Hopenhayn. Ob. cit. pag 21.
13. Martín Hopenhayn. Ob. cit. pag 21.
14. Martín Hopenhayn. Ob. cit. pag 21.
15. Martín Hopenhayn. Ob. cit. pag 25.
16. Martín Hopenhayn. Ob. cit. pag 24.

Marx y el teorema de Tales de Mileto

En el comienzo de La Cuota de Plusvalía, Marx descompone el capital, que un sujeto empresario invierte, en dos fases. Por un lado, el constante, aquél que se invierte en medios de producción y que es taxativo; por otro, el variable, capital presumiblemente impreciso que será tal de acuerdo a las circunstancias económicas, es decir, tomará forma precisa en tanto las condiciones económicas del proceso de producción así lo requieran.
Sin embargo, Marx no tardará mucho en desmitificar la exégesis de ambas explicaciones. En primer lugar, al hablar de capital constante y de su importancia en el proceso de producción y en el cálculo de la ganancia capitalista, el autor alemán otorga los elementos necesarios para entender por qué tal capital invertido en medios de producción no debe ser tenido en cuenta en el momento de deducir la plusvalía. Y la explicación es sencilla: el capital constante sólo se limita a reaparecer, e incluso puede no hacerlo en caso de que los instrumentos utilizados pertenezcan, todos, a la naturaleza. El hecho de que lo invertido en medios de producción aparezca en la cuenta final, entiende Marx, es sólo con el objetivo de oscurecer la ganancia final del capitalista.
Por otro lado, Marx se refiere luego al capital variable como una magnitud constante. Es decir, que tal variabilidad del capital no es cierta, que son horas de trabajo concreto y materializado que toman forma móvil en tanto el trabajo muerto deja espacio al trabajo vivo. Una nueva contradicción interna del capitalismo utilizada, como la anterior, para oscurecer el cálculo de plusvalía.
De esta manera, nos introducimos en el capítulo revisando dos nociones que cambian de connotación, y con ello, la generación de la plusvalía, prolijamente calculada anteriormente con otros parámetros, demuestra ahora otros porcentajes. Pues a partir de la reformulación del capital variable y del capital constante, Marx llegará al objetivo de su apartado: la cuota de plusvalía, proporción relativa y porcentual que indica cuál es la ganancia o el plusvalor obtenido por el capitalista.
Sin embargo, lo más importante de este capítulo estará en la diferencia y relación entablada por Marx en lo que concierne al trabajo materializado (de acuerdo a los parámetros vistos anteriormente) y el trabajo fluido. En este último punto, se introducen dos nuevas nociones: trabaja necesario y trabajo excedente. El primero se refiere a lo que el obrero debe trabajar para producir sus medios de subsistencia; el segundo, a aquel tiempo en que el trabajador, al haber ya producido lo que el capitalista le dará a cambio, se ocupará de generar la plusvalía “que le sonríe al capitalista como si le brotara de la nada”.
En concreto, hay una primera relación entablada entre el capital variable –a- (capital invertido en fuerza de trabajo) y la plusvalía –b- (la ganancia obtenida una vez que el capital variable es puesto en funcionamiento). Esto es lo que Marx denomina trabajo materializado. En tanto, el trabajo fluido está engarzado en esta razón entre el trabajo necesario –c- y el trabajo excedente –d-, generando una doble relación entablada entre los 4 elementos que podría resumirse de la siguiente manera:
A es a B, como C es a D.
El capital variable es a la plusvalía lo que el trabajo necesario es al trabajo excedente. En ambos casos, segundas partes se refieren a la ganancia del capitalista, en tanto los primeros elementos de cada relación se refieren a aquello que el obrero precisa para generar sus medios de subsistencia.
Esta antigua formula ya había sido ensayada varios años antes. Tales de Mileto, el primero de los Siete Sabios griegos, ideó el Teorema de Tales para corroborar la altura de las pirámides. A través de la proyección que el sol ejercía sobre su propia sombra, el filósofo entendió que un juego de proporciones, relaciones y ecuaciones le darían la altura exacta de los poliedros. En una hora determinada del día, la proyección de la sombra de su cuerpo era a su propia altura lo que la proyección de la sombra de las pirámides era a la altura de éstas.
De esta forma generó la misma relación entre parámetros que, tiempos después, utilizara Marx para producir una fórmula que entabla la analogía de dos elementos de las relaciones laborales (trabajo materializado y trabajo fluido para Marx; proyección de sombra y proporción de la altura para Mileto).
Si bien Tales de Mileto consideraba que los trabajos usuales de los hombres eran inferiores al oficio de pensar, su fórmula –creación del pensamiento- fue utilizada para destrabar y auscultar el grado de explotación de los obreros sumidos en el capitalismo y la ganancia obtenida por quienes son los dueños de los medios de producción.

La Cuota de Plusvalía. Capital constante y capital variable

El capital C (es decir, el dinero desembolsado por el capitalista para iniciar un proceso de producción) se descompone –según Marx-en dos partes: por una lado, c, que corresponde a los medios de producción (capital constante); por otro, v, capital invertido en fuerza de trabajo (capital variable).
Por tanto, al comenzar el proceso, C es igual a c + v (en términos prácticos: $500 constituidos por $410 + $90). Al terminar este proceso, brota una mercancía cuyo valor es (c + v) + p, siendo esta última la plusvalía generada en el proceso de producción.
Así, C, el capital original invertido, se convierte en C’, es decir, se transforma de $500 a $590. “Resulta una redundancia decir que el remanente del valor del producto sobre el valor de sus elementos de producción equivale a la valorización del capital desembolsado, es decir, a la plusvalía obtenida” explica el autor.
No obstante, Marx demostrará que esto no es “tan así”. Señala que lo que se compara con el valor del producto es el valor de los elementos de producción absorbidos para crearlo. Sin embargo, c, capital que se invierte en los medios de producción, no transfiere al producto más que un fragmento de su valor, “mientras que el resto persiste bajo la forma en que existía con anterioridad”. Así, Marx entiende que esta parte (el capital constante) no desempeña ningún papel en el proceso de creación de valor, por lo que es posible prescindir de él y, asimismo, “nuestros cálculos no variarán en lo más mínimo”, ya que la diferencia o plusvalía seguiría siendo $90. Por consiguiente, “entendemos siempre por capital constante desembolsado para la producción del valor, solamente el de los medios de producción absorbidos para crearlos”.
Por todo lo anterior, y sabiendo que c sólo se limita a aparecer en el producto, la anterior fórmula C’: (v + c) + p se transforma en C’: (v + p), ya que si c (capital constante) fuese 0 (lo que podría suceder en caso de que el capitalista no necesitara utilizar ningún medio de producción, ni materias primas, ni materias auxiliares, ni instrumentos de trabajo, sino simplemente las materias brindadas por la naturaleza y la fuerza de trabajo) no habría por qué transmitir al producto parte del capital constante.
Desarrollado esto, Marx explica que p no es más que el resultado de los cambios de valor que se operan en v, y que estos cambios aparecen oscurecidos por el hecho de que, al crecer la parte variable, crece también el capital total desembolsado. Sin embargo, para analizar el proceso de producción “en toda su pureza, hay que prescindir de la parte del valor del producto en donde c sólo se limita a reaparecer”. Es decir, Marx entiende que no es necesario, a fin de calcular las ganancias generadas en el proceso de producción, utilizar la cifra correspondiente al capital desembolsado en medios de producción, ya que estos pueden no existir (en caso de un proceso natural) o, en todo caso, sólo hacen reaparecer en el valor final una parte de c y no el valor completo de los medios de producción.
En relación a esto, más adelante Marx explica que es cierto que para valorizar una parte del capital invirtiéndolo en fuerza de trabajo no hay más opción que invertir otra parte en medios de producción. Es decir que, para que el capital variable funcione, tiene necesariamente que desembolsarse otra parte en medios de producción, “sin embargo, el hecho de que para operar un proceso químico hagan falta retortas y otros recipientes, no quiere decir que no podamos prescindir de estos recipientes en el análisis del proceso de trabajo”. Esto porque, según Marx, se trata de estudiar la creación y los cambios de valor por sí mismos, en toda su pureza y desprendidos de aquellos valores que pudieran entorpecer el análisis del proceso de producción.

En resumen, C es igual a v y C’ es igual a v + p. Siguiendo con el anterior ejemplo, el producto del valor será 180 libras, del cual se deduce una parte de v (90 libras) para obtener el valor de p (90 libras). Esta última cifra expresa la magnitud absoluta de la plusvalía creada. En tanto, la magnitud proporcional se desprenderá de la relación entablada (o razón) entre v y p. En este caso, la razón de 90/90 da como resultado una proporción de 100 por 100 (100%). Esta valorización proporcional del capital variable -afirma Marx- o esta magnitud proporcional de la plusvalía es la que él llama cuota de plusvalía.

Una vez explicada claramente la relación entre el capital desembolsado y la plusvalía ganada por el capitalista, el autor de El Capital analiza, con los mismos parámetros, el trabajo realizado por el obrero, el cual es dividido en dos partes: trabajo necesario por un lado y trabajo excedente por otro.
En la primera etapa del proceso de trabajo, el obrero se limita a producir el valor de su fuerza de trabajo, es decir, el valor de sus medios de subsistencia producidos en forma de alguna mercancía especial. Ésta será sólo una parte de la jornada en la que, por caso hipotético, deberá trabajar 6 horas para ganar lo que precise para obtener los medios que permitan su subsistencia. Pero, es este tiempo hipotético reproduce sólo el valor ya abonado por el capitalista, por lo que “esta producción es una mera reproducción”. Esta parte es llamada por Marx trabajo necesario.
La segunda etapa, en la que el obrero rebasa las fronteras del trabajo necesario, le cuesta al sujeto trabajador, al igual que en la anterior, fuerza de trabajo, pero no crea valor alguno para él, sino que “crea la plusvalía, que sonríe al capitalista con todo el encanto de algo que brotase de la nada”.
Marx denomina a esta segunda parte de la jornada de labor como trabajo excedente, lugar donde se demuestra que la plusvalía es una simple materialización de tiempo de trabajo excesivo. Marx explica así que lo único que distingue la sociedad de la esclavitud de la del trabajo asalariado “es la forma en que este trabajo excedente le es arrancado al productor inmediato, al obrero”.
Se entiende de esta forma que, así como v es igual al valor de la fuerza de trabajo, y el valor de ésta determina la parte necesaria de la jornada de trabajo, y a su vez la plusvalía está determinada por la parte restante de esta jornada de trabajo, resulta que la plusvalía guarda con el capital variable la misma relación que el trabajo excedente con el trabajo necesario.
Es decir que la plusvalía es al capital variable lo que el trabajo excedente es al trabajo necesario.
p/v : te/tn
Ambas asociaciones explican la misma relación: la primera en forma de trabajo materializado, la segunda en forma de trabajo fluído. Por tal motivo, y según palabras de Marx, el análisis da cuenta que “la cuota de plusvalía es, por tanto, la expresión exacta del grado de explotación de la fuerza de trabajo por el capital o del obrero por el capitalista”.

Así, sin conocer un caso concreto que explicite la duración absoluta de la jornada de trabajo, ni el período del proceso de trabajo ni el número de obreros, la cuota de plusvalía (relación entre p/v) nos revela por su ‘conversivilidad’ en te/tn, la proporción que media entre las dos partes integrantes de la jornada de trabajo, proporción del 100% que demuestra que el obrero trabaja la mitad de su jornada para él, mientras que la otra lo hace para generar la plusvalía, es decir, la ganancia del capitalista.
Ejemplos prácticos expresados más adelante dan validez práctica a la teoría expresada por Marx. En todos ellos se unifica una conclusión: el obrero invierte más de la mitad de su jornada de trabajo en producir una plusvalía que “varias personas se reparten luego con diversos pretextos”. Incluso, párrafos más adelante, el pensador alemán retomará un ejemplo histórico que respalda aún más sus ideas científicas acerca del grado de explotación que sufre el obrero por parte del capitalismo y que puede ser verificado en la relación entablada entre el capital invertido y generado y el tiempo de trabajo realizado por el obrero.

En esta tierra sobre la que escribo

1era mención en el 1 Concurso provincial de relatos breves

“Ya estéril de sentidos y vicios, ocupar un lugar entre sus espacios me resulta a mí una fangosa letanía. Los dejo aquí, para que ustedes me dejen por siempre. Mi cuerpo no abonara el hueco vacío de una caja oliente. Volveré a la tierra, donde la tierra me llame. Así, volveré a ser fértil.
Fértil”.

Dispuesto, como jamás lo hice ni lo haré, camino rumbo al trágico designio que no presenta opción ni escapatoria. Sé, penosamente sé que ya no corro riesgos ni peligros. Estos me dejarían alternativa. Pero ni eso. Ni riesgos ni peligros, sino tan sólo la certeza del final.
Un final anunciado en palabras científicas que, conocidas sin ser leídas, sólo se insinuaron en los gestos de un sujeto de lentes y guadapolvo blanco, dueño exclusivo de la hora cero sin salida ni retorno, de la muerte anunciada con cronómetro.

El pálido celeste no llegó a filtrarse por ninguna rendija. Menos aún el estigmatizado y ahora inexistente rayo dorado. No hubo ni cantos ni sirenas y menos aún la delicadeza del viento que a veces acompaña. El abrigo de la despedida no era el mejor para un final en letanía. Todo en derredor hacías las cosas más difíciles aún, pero la obsecuencia por abonar el suelo y no ser maniatado como marioneta desvencijada motorizó aún más la idea de la huída.

¿Por qué huyo?, me pregunto al acelerar la distancia que me separa de mi partida y me acerca al final.
El designio cantado hace meses veía confluir su verdad. Y mi cuerpo era testigo irrefutable de ello.
Pelos, no hay. Tampoco el sentido de la falta de ellos.
Intenté, antes de elegir la huida, escribir las líneas que me abrieran paso a la inmortalidad. Intenté, previo a escabullirme como un ganso salvaje en las praderas del infierno, dar por escrito la prueba de mi mortandad inalienable.
“Aquí, muerto segundo a segundo, les muestro que tuve vida, pero que ya no es tal” escribí. “Tuve vida. Ahora busco al ladrón”, insistí. Y me insistí tantas veces como segundos me restan. Me insistí con resquicios, con pretextos. Con picos y palas clavadas con violencia en la tierra sobre la que escribo y que ahora es lo único que me soporta.
Con mentiras. Pero no hay una que dure mil años y ahora estoy reflejado en esa cadena del tiempo, exiliándome de mí mismo y de ellos. Quienes acortan la muerte de esta vida.

Habré de estar a no más de 150 kilómetros, horas, años del lugar que dejé y al cual no volveré. A 150 kilómetros, horas, años de ese espacio me hago la pausa necesaria para frenar la escapada. Y me pienso sobre el barro que piso y me digo sobre las palabras que camino: ¿por qué huyo? Mis uñas, lo único que no decrece en mi cuerpo, se deslizan no sin dificultad penetrando hasta la duda: ¿por qué huyo?
El recuerdo ara el inconsciente. Nada sale. Mi recuerdo, sin más, es consciente de sus propios actos. Y hacia allá me lleva.

Orillo los 70. Septuagenario de mierda, siento que dicen los que no dicen nada. Orillo los 70 y huyo de los que no dicen nada.
Los primeros 60 llegaron apoltronados en el mismo cuerpo sin fisuras. Hasta ahora. Esos 60 vivieron de maravillas. Secundados de damiselas sin compostura, de compañeros de lunas y putas.
Pero hubo un quiebre. Una fractura expuesta al conocerlos. Ella y ellos. Una mujer que mostraba la mitad de mis años y escondía tiempos con mentiras. Cuatro hombres que habían salido de entre sus piernas y que ahora vivían bajo sus polleras. Ella y ellos fracturaron aquella complexión sin quiebres.

No hace más de 10 años la conocí. Ella era una de las doncellas incompuestas. Yo, un compañero de lunas rojas.
El plan trazado no proyectaba una unión que trascendiera esa luna roja y su descompostura desnuda. Pero vaya a saber qué carajo. El plan se desastabilizó y así también mi vida. Se acabaron las damas, los compañeros y esas estrellas que hacían roja la luna y verde inmaduro el destino.

¿Por qué huyo? ¿Por qué no huí antes?

Vivimos todo juntos. Y ahora escribo en esta tierra que me soporta: ¿por qué los dejé acercarse?
Vivimos todos juntos en esa casa que fue mi casa. Los acepté sin más. Pasen, les dije a los 5. Pasen. Pasaron
Y mi casa de lunas –sí, de lunas rojas bañadas de tiempo indefinible- dejó de ser mi casa para ser nuestra casa. Nuestra. Nosotros. Nuestra casa pasó a ser la casa de nosotros y mi yo, inconsciente, murió hasta la composición de esta epístola. Hoy me recupero como un singular hombre. Recién hoy vuelvo a ser el yo que dejé tras la vestimenta de un engañoso nosotros. Recién hoy. Y por poco tiempo.

Y hoy, descubriéndome frente a un reflejo que me es propio, vuelvo sobre las preguntas que me persiguen. Por qué les regalé el espacio, sigo preguntándome a 150 kilómetros, horas, años de la que fue mi casa, nuestra casa, ahora nada. Ahora mi techo.

Ella, he dicho y vuelvo a repetir, tenía mis años partidos al medio. Ella, que tenía mis años partidos al medio y que escondía el tiempo, tuvo mi casa. Ella, que tuvo mis años, que tiene mi casa, me robó el destino. Ella, dueña de mis años, de mi casa y mi destino, tenía 4 hombres.
Ellos, los 4 y ella, pasaron, hace 10 años, adentro. De mi casa. De mi espacio. Lo compartí. Y lo partieron.

Pienso, a 150 kilómetros, años, horas del lugar que fui y al cual no volveré ni aún en exigua presencia, pienso: hasta qué punto mi culpabilidad asume toda responsabilidad. En qué medida mi no hacer me ha hecho no ser. Bajo qué aluvión de mentiras escabullí esa versión de la realidad que me señalaba a cada suspiro ‘hay invasión’. Ay, invasión, lamento a 150 kilómetros, horas, años.

Lo sé. Ya se ha dicho. Cada vez más nos parecemos al cadáver que seremos. Un espejo me lo confirma. Y el reflejo de ellos acompañándome en este túnel sin fin habla por sí solo. Seré fértil. Y ellos lo serán conmigo. En esta tierra sobre la que escribo.

Ite De la Hoya

3er Premio en el Concurso literario Naranja, de Edicones Periferia -Bs As-

Si acaso tomara certezas de la guayabera ahora abundante de fierro y la haría saltar por los aires como piden las tripas que hacen ruidos pidiendo balas y pidiendo goles a favor; si acaso tomara una certeza de esta pérdida constante, le volaría la cabeza.
Pero lo dejo ir. Le dejo ir, diría la telenovela. Y yo la enciendo y mientras él se va, yo aprendo un nuevo idioma de venganza, con la guayabera llena de fierro tibiecito y el televisor prendido. Sin usar.

De la Hoya tuvo siempre esa condición exánime que lo diferenció de la gilada en forma abismal. Cuando había que irse, el guaso se iba. No había que decirle nada ni avivarlo con señas ni refranes. No era necesario el ‘ite yendo’, pues marchaba lento y pausado, solito por la vida cada vez que la muerte le avisaba.
Yo le envidiaba esa postura frente al cosmos. Le envidiaba ser tan vivo cuando el mundo que nos rodeaba era de muertos de hambre. Muertos de frío. Muertos de giles. Yo le envidiaba esa posibilidad de desaparecer por los techos y los tejados como felino en celo. Yo vivía en celo. Pero no era felino y cada vez que las circunstancias ameritaban una rápida desaparición de quien relata, quien relata siempre se quedaba y después decía para qué mierda me quedé, decía. Otra vez acá poniendo la caripela como un pescado y De la Hoya danzando como doncella bien atendida por los aires del pueblo derruido.

Esa noche de bruma londinense en Piquillín puso el sello dorado de su abismal habilidad. Había que hacer desaparecer a los dos policías de guardia. Los dos ropa prestada habían visto esas cosas raras que pasan en los pueblos entre los curas, los pendejos y el intendente. Y los dos botones, antes que hablaran, tenían que quedarse sin lengua.
De la Hoya, en una habitación húmeda y sofocante, afiló el cortaplumas con el filo de la bota de cuero de potro y chocó la hoja contra el foco que nos alumbraba a los dos. Mirá, me dijo. Mirá como brilla. ¿Qué es –le pregunté-, una lentejuela, maricón?
Maricón te vas a hacer cuando me la conozcas, contestó. Y nos fuimos a buscar a los dos botones de Piquillín, en una noche de niebla pesada y silencio asmático.

Llegamos a la comisaría. Los dos cobanis veían tele. Una serie de maricas y para maricas que hablan de amor y se tocan el culo como quien toma agua. No parecen policías, me dice. Parecen enfermeras abandonadas, vuelve a decir. Y me acuerdo de mi madre. Enfermera. Abandonada.
De la Hoya revienta la ventana principal con un cascote hecho de barro y bosta de caballo. Uno de ellos sale afuera, con la pistola entre las dos manos, apuntando a la Osa Mayor el muy pelotudo. De la Hoya lo agarró de atrás y le abrió el pescuezo. Brotaba sangre como brota de los pescuezos de los chanchos cuando se los hace salame en Piquillín.
El compañero, todavía mirando la mariconada en televisión, tardó como 10 minutos en darse cuenta. Y en esos 10 minutos que esperamos bajo la luna en Cuarto Creciente no sabíamos si entrar o quedarnos a la espera de que termine el programa en donde el galán estaba por confesar que era travesti por las noches estrelladas. Termina. El galán se confesó y el otro policía, pobrecito policía, advierte que el compañero no volvió.
Vega, le grita. Vega, vuelve a gritar. De la Hoya está cansado y lo entiendo. De la Hoya lo quiere liquidar y yo también. Y el milico sigue gritando Vega, pero sin moverse de la silla y leyendo los créditos que la televisión anuncia de la telenovelas de galanes y travestis. Vega, vuelve a gritar. Y de la Hoya me mira y contesta, simulando la ronca voz de tinto y achalay, acá estoy pelotudo, podés venir de una vez.
Yo miraba al cana por un ventiluz esmerilado que tapaba más de la mitad. Sin dejar de ver la tele, el que llevaba la marca de la gorra calzada en la testa le decía a su compañero acuchillado ahí voy. Apurate, le gritó De la Hoya, sin importarle un carajo si el cana vivo se daba cuenta que era alguien imitando.
De la Hoya se quería ir. Pasan el partido de Alumni, me dijo. Por primera vez en 50 años lo pasan por la tele, me dijo en voz baja mientras esperábamos en la puerta de la comisaría del pueblo a que saliera el otro botón. Loco, jugué en las inferiores de Alumni, me volvió a decir. Es como mi casa el club, si no veo al partido me muero, insistió. Lo entendí un poco. El Deportivo y Cultural de mi pueblo nunca había llegado a la televisión. Y si alguna vez llegase, también estaría apurado en matar, como De la Hoya.

Mientras, pasaban los segundos y nosotros seguíamos tirados contra la pared de afuera, casi agachados, esperando que saliera el otro perejil para que el cura pudiera seguir durmiendo tranquilo. Y aburrido, volví sobre el tema del fútbol. Le dije a De la Hoya que entonces, en la tele, estarían sus ex compañeros, peleando por la camiseta del club que los vio crecer. No, aclaró. De mis compañeros, el que está en mejor forma soy yo. La mayoría tiene cirrosis. Son buenos para gambetear, pero tienen que correr con el hígado en una mano, detalló. Los directivos del club trajeron todos porteños. Parecen que chupan menos y le gustan pocos las minas. Está bien, dije, es comprensible en estas épocas de feroz competencia. A De la Hoya le importó un carajo lo que le dije y volvió a gritar sin impostar la vos: Salí la puta madre que te parió.
Y salió el cana. Con dos pistolas, avivado que no era gracia la cosa. Y De la Hoya me dijo no te metás. Yo lo liquido. Pero cuando lo iba agarrar desde atrás con la navaja que parecía una lentejuela entre los dientes, un auto importante apareció por la esquina de la comisaría. Y De la Hoya no se quedó abajo del ligustrín conmigo esperando que todo pasara. Sabedor de quién era el móvil, se arrastró unos 30 metros hacia donde había un gallinero y descogotó unas cuantas para que no alertaran a los dueños. Y ahí se quedó.
Mientras, yo sabía que me tocaba el otro. El trabajo era mitad para cada uno y él ya había liquidado a Vega. El auto importante apenas había pasado la bocacalle y andaba lento, sin saber a donde ir. El cana vivo seguía apostado con las dos pistolas, girando sobre sí mismo y sin saber cuál había sido el destino de su desangrado y marica compañero. De la Hoya intimaba con una gallina y yo, tirado en el piso sin saber qué mierda hacer, quería destrabar la situación. Y había que destrabarla con violencia, como siempre se ha destrabado el rumbo de la humanidad. Tomé la determinación y me abalancé por el costado, sin más armas que el puñal que calzo conmigo en la cintura desde que mi documento acusa una década.
Apucherado, ésta es la última, le dije al policía, que no era tan gil y empezó a resistirse, ahora con la dos pistolas en la mano y tirando tiros al aire. El auto importante justo ahora aceleró y llegó frente a la comisaría. Yo lo tenía de atrás, tratando de clavarle la punta en alguna vena para que se quedara piola, pero el cana seguía tirando tiros. El auto no me importaba. El poder de la curia y de la autoridad política me protegían. Pero el acobardado empezó a gritar intendente, intendente. Y el auto paró. Y se bajó el intendente. Yo lo tenía de atrás al cobani amanerado, con el puñal en el cogote. Una gallina parecía estar siendo violada por De la Hoya a metros del lugar y el auto frenó. Y bajó el intendente. Yo lo tenía al cana y el intendente me miraba serio, sin decir una palabra. Intendente, ayúdeme, decía el botón. Y el intendente, recién bajado del asiento del acompañante, miraba absorto la escena.
Le aclaré. Éste es el mirón, señor. Este es el que anda espiando. La misma cara de nada el intendente y abrió una de las puertas de atrás. Se bajó el cura. Y yo con el puñal a punto de abrirlo al policía.
Padrecito amigo, éste sabe todo, le dije como buscando que la pena no fuera más que 3 avemarías y 5 padrenestros. Este cabeza sabe que usted lo quiere mucho al hijito de la Chuchina, la cocinera, ese que tiene 12 años nomás, dije para ablandar el férreo corazón de la Iglesia. Pero después de decir todo lo que dije, de la misma puerta del cura se bajó el Juez de Paz, el único hombre respetable e incorruptible de Piquillín. Cara adusta, apenas se bajó de móvil me apuntó con una 45. A estos ladronzuelos hay que matarlos a todos, le dijo el intendente, quien me guiñó el ojo para que bajara el cuchillo.
Lo bajé. Y con él mi futuro. Y grité De la Hoya y la concha que te parió. Las gallinas se alborotaron. Gol de Alumni. Mientras yo marchaba preso, alguien festejaba.

Me culparon de homicidio contra la autoridad y me comí 6 años en el calabozo del pueblo, a polenta y salchichón. El cura y el intendente salvaron las ropas, uno es congresal y el otro habla de moral y buenas costumbres todas las noches por el mismo canal por donde pasaban el partido de Alumni.
Yo me hice amigo del cana que estuve a punto de matar. Por la buena relación, me perdonó como 5 meses y me abrió la puerta de rejas para que me vaya. Y salí para buscarlo a él.
Y hoy lo encuentro. De la Hoya. Nos encontramos. Él sigue en la misma. Yo en ninguna. Pero tengo la guayabera calentita para tomarme venganza del abandono aquél. Ganó Alumni y ascendimos, me dice apenas me ve. Tomá, dice y tira sobre la mesa del bar en el que nos encontramos una camiseta de fútbol autografiada. En la vuelta olímpica me acordé de vos.
Soy hincha del Deportivo y Cultural, le aclaré y fui metiendo la mano entre mis ropas. Me limpio el culo con esa camiseta le dije. Sabés que ésta es la última, cagón, añadí. La viejita que atendía la barra, única habitante del bar a esa hora, trajo dos ginebras. Las había encargado De la Hoya. Para que brindemos, me dice.
Está bien, brindemos. Porque es tu última noche. Digo yo y él interrumpe y dice que no, que mejor brindemos por el avance de Piquillín. Qué avance, le pregunto, desconcertado. Por éste, dice, y me señala un ángulo del techo. Cualquier bar tiene cámaras de televisión para filmar lo que pasa. ¿No es bueno eso? Así la gente no se anda matando así porque así, asevera.
Tomó el vaso de ginebra de un solo saque. Se limpió la barbilla negra con el mantel de la mesa y se me acercó. Me dio un beso en la frente y dijo en mi oído: Cuando te tenés que ir, ite.
Y se fue.

La viejita se acercó de nuevo a mi mesa, mientras De la Hoya traspasaba el umbral de la puerta del bar con circuito cerrado de televisión. ¿Usted va a pagar le ginebra?, me preguntó la vieja. Sí, le dije, sino la paga este pelotudo, quién carajo la paga.
La guayabera está calentita. La vieja me prende la tele. Pasan una novela para maricas. Esta es la mía dije. Donde se tocan el culo como quien toma agua.